El travieso Cupido, que para lanzando
flechas adiestra y siniestra hará vuelos rasantes Sobre los corazones de una multitud
de parejas, precipitándose desde el Olimpo al que fue elevado como un dios por
los romanos. Aunque San Valentín no tiene nada que ver directamente con el Día
de los Enamorados –según nos esclareció eruditamente monseñor salvador Piñeyro-
éste es el día universalmente dedicado a celebrar la fiesta del amor.
Sucede que San Valentín, fue un
sacerdote romano, murió decapitado el 14 de febrero del año 270 durante la
persecución del emperador Claudio. Y cuenta la leyenda que desde entonces los
pájaros comienzan a emparejarse el 14 de febrero. Esta hermosa coincidencia nos
ha llegado un día dedicado al romance y a celebrar el enamoramiento como una
fiesta.
Por ese motivo, aquí una guía
de breves recomendaciones sobre la mejor manera de besar (escrita
por un periodista atrevido).
El beso, nuestra más tradicional
forma de cristalizar el sentimiento amoroso, en la visión de un periodista
inusualmente desinhibido.
Por Eneas Marrull
Aprenda a besar
Cuando me pidieron que escriba un artículo
sobre el beso, en primera persona, palidecí de espanto. ¿Cómo se habrían
enterado de mis avanzadas cavilaciones sobre la técnica y los procedimientos
del besar humano y silvestre?
Pero no era el caso de andarse con
resquemores ni tropezarse con pudores cuando se vencían los plazos de edición
por el día de los enamorados.
Lo primero que se me ocurrió fue
refrescar mis conocimientos por la vía razonable y expeditiva del ejercicio en
el propio campo de acción. Siempre he pensado que la mejor forma de enterarse
de algo es asumiendo plenamente la experiencia. Por ello le pedí a una guapa
colega mía que nos diéramos un beso como Dios manda, y luego intercambiáramos
nuestras apreciaciones en aras del periodismo edificante y constructivo.
¡Esos labios húmedos e inquietantes,
ansiosos y trémulos, siempre fueron mi más auténtica tentación, y sé que algún
día serán mi perdición! Sin embargo, parece que algún polvo cósmico se
interpuso en nuestra conjunción de planetas, pues ella se negó de plano (pese a
que en el laboratorio no estaban ni Julián, ni Segovia, ni Quiroz). ¡Qué
desperdicio de ocasión! ¡Y qué poco sentido de la colaboración!
Por todo ello no me quedó más remedio
que apelar a mi memoria de Casanova frustrado —pero militante y siempre
alerta—para pergeñar estas cuartillas cargadas de pasión y de locura.
Mi primer beso fue como mi primer
cigarrillo: turbador y asfixiante como un mal trago, como el soroche, o como
viajar por primera vez en cubierta por un mar movido. (Nunca he viajado por
barco, pero me imagino que así debe ser).
Siguieron después, a lo largo de mi
agitada y turbulenta vida, (una amiga me ha dicho que ya debería morirme),
muchos besos de afianzamiento, reconocimiento y prospección de los imprevistos
territorios femeninos, siempre llenos de minas (como en el Golfo Pérsico),
donde el peligro acecha bajo cualquier inocente labio, bajo la caricia más
inocente, o la mirada más indiferente. No hay fiarse nunca del todo, pues las
mujeres siempre nos están observando de soslayo.
Nunca fui lo que se llama un técnico
en besos, y desconfío siempre de los besadores eruditos, pues siempre me
parecieron mañosos y pervertidos, rufianes del mordisco y la lambada,
charlatanes y seudo científicos (pues el besar es la ciencia de las ciencias,
no la triste y rutinaria cibernética). Pero puedo ilustrar a los imberbes e
inexpertos amadores con algo de mi afiebrada sabiduría sobre el beso: comenzad
con prudencia, acercaos sin mucho ardor, pues los labios son como palomas que
se asustan, dejar que se entreabran solos —lentamente como una flor en botón—
y, cuando estéis seguros de haber provocado ese abandono en que florece la
ansiedad, penetrad con todas vuestras armas que ya la plaza está rendida.
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